Ariadna no quiere bulla. Así me lo ha hecho saber y yo le respeto, por eso cierro las ventanas. Todos los niños del salón de 1er grado ya salieron como balas apenas sonó la campana de recreo, pero ella se tapó los oídos y se me acercó corriendo para hundir su cara en mi mandil. No quiere, no le gusta la bulla.
Me habían advertido que podía ser difícil lidiar con niños con autismo, pero yo no les creo. Nunca les creí. Es difícil para aquel que, simplemente, no sabe lidiar con niños en general. Yo siempre tuve ese "no sé qué", ese "qué se yo" que me permitía tener un acercamiento más personal con cada uno de mis alumnos, y es que cada uno tiene su propio mundo. Es cierto que Ariadna era, a primera impresión, diferente, si, pero si la mirabas más de cerca era completamente igual a ti, a mí, a todos. Su autismo sólo se notaba cuando estaban los demás mirándola.
Recuerdo vagamente mis días con ella, pues no fui su profesora por mucho tiempo. Sólo me acuerdo de su canción favorita: Sin tomar aliento estoy... rodeado de calor, ¡escucha! Tengo que respirar, y respirar... La directora me dijo que su mamá la cantaba siempre y a ella se le había pegado. Era increíble escucharle cantar cuando todos se iban. A veces pintaba con una destreza alucinante para sus seis años y armaba rompecabezas en segundos. Usaba dos colitas y unos ganchos verdes. Era su color favorito, también, por eso todo me lo pintaba de verde: el mandil, la mesa, la cara con la témpera. Toda la fiesta empezaba cuando los demás corrían al recreo.
Hoy, 2 de abril, es el día mundial de la concienciación sobre el autismo. Está bien, lo acabo de leer en un news feed, tal vez de Facebook, tal vez de Twitter, pero me sirvió para recordar a esta pequeña que, durante los ocho meses que enseñé inglés en aquel colegio de Surco, me hizo la persona más dichosa del mundo. Gracias Ariadnita, por confiar en mí y por compartir conmigo un poquito de tu mundo, aquel que no compartías con nadie más.