lunes, 17 de febrero de 2014

"¿Y cuándo nos vemos?"

 Las buenas y malas noticias son parte del día a día. A veces nos sorprenden cuando menos lo esperamos y, es ahí, cuando nos cuestionamos muchas cosas de la vida. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Es justo? Nadie sabe. Nadie realmente sabe. Pocos entienden la muerte como "el paso a mejor vida" o "el encuentro con Dios". Yo no lo entiendo así. Yo no creo en la vida después de la muerte. 

 Hace unas semanas, recibí la noticia de que una amiga mía había fallecido. Bueno fuera que la hubiera realmente recibido, como cuando te llaman y te lo dicen. No. Yo me enteré por las publicaciones de otras personas en su muro de Facebook. Era martes y el velorio se hizo a la medianoche en Surquillo, así que me reuní con Renzo y fuimos a darle el último adiós. Fue bonito ver a mis ex compañeros de Cibertec y recordar junto a ellos algunos pasajes de aquellos tiempos, cuando nos burlábamos de los wachiturros y molestábamos a la chata con esos bailes y música de moda.

 Me acerqué a verle cuatro veces. Sé que no a muchos les gusta hacerlo, pero yo lo sentí como despedida. Ver por última vez su rostro maquillado y sus joyas. Su nariz bonita y sus uñas largas y pintaditas. Así era ella: toda una mona para la pintura y el peinado y esas cosas bonis de mujeres. Pensé muchas veces en que no era justo que, a su edad, le haya avanzado tanto el cáncer. "Nadie tiene la vida comprada" dicen... "Cuando te toca, te toca" dicen... Huevadas. Las palabras de consuelo, en esos momentos, no sirven de mucho. Ella era inteligente, bonita, desenvuelta y toda una wachiturra. Ella llegaba a su casa cuando salía el sol... Nada tiene sentido, nada es justo.

 En pocos días, se cumple el primer mes de su muerte. Algunos harán sus vidas con normalidad; otros, tal vez vayan a la misa; los demás, puede ser que no lo recuerden. Irónicamente, ese día tengo un bautizo. Será extraño el pensar en la vida y la muerte al mismo tiempo. Será horrible recordar que, semanas antes de morir, me escribió al Facebook: "¿Y cuándo nos vemos? Quiero hablar contigo". No sabes cuánto me muero por hablar contigo en estos momentos, mientras nos reímos de alguien en la plaza de Barranco. 

martes, 11 de febrero de 2014

El globo corazón

 Tal vez era 1998 o un poco más, no sé. Era verano y todos los chibolitos de mi ex barrio en Lince corrían a llenar sus globitos con agua para jugar los famosos carnavales. Disculpen, pirañas, pero antes jugábamos sanamente y no como ahora, metiendo mano y tirando pichi. En fin.

 Vagamente recuerdo que todos nos empinamos en la azotea del edificio para ver a nuestras víctimas. Uno a uno íbamos atacándolos con globos, baldes, nadie se nos escapaba. Hasta una pareja que, aprovechado la esquina sabrosa empezó a chapar, fue atacada por nuestras bombas y bañados al instante. Los globos caían del cielo y todo transeúnte -sin distinción de edad, sexo, religión ni raza- era mojado por un grupo de niños de no más de diez años. Éramos unos pillines.

 Sin embargo, nuestros globos se estaban terminando y ya las propinas las habíamos gastado en mojar a casi todo el distrito, por lo que no nos quedó más remedio que atacar a baldazo limpio. Adiós el glamour y bienvenida la salvajada, optamos por lanzar desde jarras hasta vasitos de agua, todo con tal de bañar a quien osara pasar por nuestra acera. Mi en ese entonces adolescente hermana mayor, batuteando a la mancha de chiquitos que éramos nosotros, nos llevó al departamento y sacó algo que jamás se nos hubiera ocurrido ni en nuestras peores alucinaciones: un globo de corazón número 8. Asombrados vimos cómo se llenaba de agua, como aumentaba su tamaño y cómo copaba toda la tina donde pensábamos transportarlo. Ayudamos entre todos a cargar nuestra ahora más poderosa arma y nos asomamos nuevamente en la azotea. Nuestra víctima final tenía que realmente merecer ese globazo de agua.

 Esperamos un buen rato hasta que apareció. Tenía polo blanco y estaba como perdido, como buscando una dirección. Se quedó parado justo debajo de nuestra atenta mirada y nuestro globo. Todos los chiquillos miramos a mi hermana mayor y ella, sin pensarlo dos veces, dejó caer el inmenso corazón lleno de agua desde un sexto piso y directo a la cabeza de ese muchacho al que -creo- ella le tenía mucho odio. Hubiera sido gracioso si éste siquiera se reventara y mojara a su víctima, pero no. Rebotó de su cabeza (tumbándolo de un solo golpe) y llegó a la luna de un carro estacionado, aplastando el capó y activando su alarma. Todos nos tiramos al piso y, desde abajo, se oían carajos y amenazas de denuncia por parte del dueño del station wagon. Nos metimos en grandes problemas.

 No sé; de hecho nunca supe si el dueño del auto realmente subió a buscar a mi mamá, pero cuentan que fue todo un chongazo, que hasta quisieron llevarla a la comisaría y pegarle a mi padrastro. Del pobre chico sólo supe que se levantó y que estaba buscando a mi hermana y que todos nos odiaron mucho y por muchos días. Los carnavales nunca fueron tan divertidos como los de mi infancia. 

Debe doler un montón