"¿Cómo llegué hasta aquí? ya ni me acuerdo, hijita. Pero ¿sabes qué? pienso que tal vez quien me trajo, olvidó quién yo era; o de repente, simplemente decidió olvidarme. Pero yo no me olvido de su cara, si es igualitito a mí, mi hijo Josué. Tenía que hacer su vida pues mamita, no podía interponerme. Así hay hijos, que no se acuerdan quién los trajo al mundo. Hay muchos como yo aquí, al menos me siento en casa, acompañado, ¿me entiendes?. De vez en cuando vienen chicos de tu edad, nos traen cositas, nos abrazan y besan como si fuéramos sus abuelitos. Eso me hace sentir bien, no me puedo quejar, tengo con quién conversar, a quién contarle cómo me siento... Gracias mamita, tráeme otro pancito, que ya me dio hambre".
Yo no caí en este lugar de casualidad, pero tampoco vine por voluntad propia. Lo que más rabia me da es haber tenido que conocer este asilo por un trabajo del instituto y no por mí misma. El domingo fue un día bastante hermoso para mí, tal vez no del modo que le gustaría a la mayoría, pero lo fue de cierto modo. Mis compañeros de Isil y yo, visitamos un asilo en La Victoria como parte de un trabajo de redacción en el curso de Realidad Nacional. Un pasadizo largo, una puerta de madera y el cartel de "por favor, guarde silencio" nos daban la bienvenida mientras, de fondo, solo se oía el ruido de las aves y las risas de unos niños. Desde la cocina de la casa hogar madre Teresa de Calcuta, mientras lavaba los platos en donde habían comido los pequeños, llegó la inspiración para esta entrada que, días más tarde, se convertiría en una crónica para el blog de mi facultad.
Me encontré con los chicos de mi grupo en Javier Prado con Aviación, llegué tarde para variar -aunque jamás por mi culpa, el tráfico siempre me toca insoportable-. Como no sabíamos ni dónde estábamos parados, y por el miedo de tomar un bus y bajar en la parada, tomamos un taxi. Nos acomodamos como pudimos y empezamos la travesía. Es increíble cómo la avenida Aviación va tomando una apariencia distinta a medida que recorremos sus cuadras, es increíble y da un poco de miedo.
Una vez ahí, entré en pánico. La casa parecía abandonada, las paredes amarillas y los muros grandes daban un aspecto tenebroso e irreal. Bill tocaba la puerta y nadie abría, lo que alimentaba mi pánico y mis ganas de salir de la parada a como dé lugar. Tuvo que tocar muchas veces y tuve que asustarme muchas veces más para por fin recibir respuesta. Cuando por fin ingresamos, fue como entrar a otra dimensión: el pasadizo era extenso, los muros eran altos, el jardín era grande y los ancianos descansaban en las bancas a la luz del día, tal vez esperando la hora del almuerzo, tal vez esperando solo una visita.
El hogar Madre Teresa de Calcula es un albergue que fue creado en 1973, con la finalidad de amparar a niños y ancianos con discapacidad física y mental. Hay aproximadamente 40 niños y alrededor de 100 adultos mayores viviendo ahí. Como pudimos ver y averiguar, este lugar es dirigido por hermanas de la caridad, aunque también hay terapeutas y voluntarios trabajando, voluntarios que domingo a domingo van desinteresadamente a dar una mano con labores como las que mis compañeros y yo realizamos. Entrar no es muy difícil, básicamente puedes entregar un vívere e ir en los horarios establecidos a ofrecer tu ayuda.
Entregamos los víveres que los chicos habían comprado, pudimos ver un poco más de cerca el lugar y las condiciones en las que se encontraba. No pude evitar preguntarme cómo es que habían venido a parar ahí algunas de las personas que vi. No pude evitar sentirme estúpida, creyendo que mis problemas son grandes y que muchas en mi vida tienen solución, ahora veo que son tonterías. Pudimos conversar con una de las hermanas misioneras que ahí viven, pedirle un poco de información para la crónica y nos recomendaron subir al segundo piso y hacer un poco de voluntariado, ya que ahí, lo que más falta, son manos. Esta vez tocamos un portón, era como la entrada a un colegio. Esperamos un poco y se abrió la negra puerta de fierro: más puertas de madera, olor a comida recién preparada y niños en los pasadizos, en sus sillas de ruedas, tranquilos. Aquí viene la parte triste, porque no pensé terminar llorando en un rincón, negándome a entrar al cuarto de los niños. Una hermana encargada de la cocina me dejó lavando los platos mientras mis compañeros hacían la otra labor. Hice todo lo mejor que pude, lavé los platos con amor, con respeto. Limpié la cocina y entablé una pequeña conversación con un chico que me ayudaba a secar y guardar.
Terminé de lavar, un poco cansada y con las manos duras, estas estúpidas manos que no están acostumbradas a lavar. Salí a ver a los niños, ya un poco más calmada, encontré a mis compañeros del otro grupo (el salón se dividió en dos grupos y los dos fuimos al mismo lugar, coincidencias de la vida) y me reuní con el mío. Era increíble cómo esos niños sacaban alegría y entusiasmo en cada uno de sus movimientos, te regalaban abrazos, te regalaban sonrisas. Paseé a uno de ellos por el pasadizo, volví y cargué a otro que estaba pidiendo que lo carguen y reí mucho con ellos. Fue algo precioso poder compartir un momento de alegría con esos niños y con los chicos del salón. Fue mágico.
Bajamos al primer piso, esta vez a ayudar en el área destinada para los ancianos. Confieso que aquí me sentí mucho mejor anímicamente. Un señor servía la comida y yo la llevaba en una bandeja a repartirla entre los hombres que esperaban sentados. Un compañero del otro grupo me ayudó y terminamos en un 2x3. Mientras tanto, algunos compañeros conversaban con otro voluntario más asiduo que explicaba ciertos procedimientos y actividades que se realizaban en el albergue. Algunos lavaban los platos, otros ayudaban a los abuelos a comer y yo me senté a charlar un momento con uno de ellos. Nunca supe el nombre de este señor, pero abrazarlo fue como abrazar a un abuelito, a un familiar. Al abuelito que no tengo. Me sentí parte de su vida y culpable en cierto modo de su historia. Luego, hablé con otro que era un gracioso, me hacía reír con todo lo que me decía, lo que me hizo pensar que no todos están tristes, algunos se sienten de cierta forma bendecidos por estar ahí, imagínense.
Terminaron de comer, levantamos los platos y los ancianos se fueron desplazando lentamente hacia sus habitaciones. Uno a uno se perdía detrás de esas puertas de madera, que se cerraban a medida que entraba el último de sus huéspedes. El comedor quedó vacío, empezó la limpieza del mismo y otra vez a hacer todo con amor y respeto, con el corazón. Algunos lavaron los últimos platos; otros, sacaban la última información para esta tarea y yo levantaba las sillas para que una chica barriera. Salimos agradecimos, nos despedimos y otra vez en la parada, en la calle. Nos dio miedo tomar carro, así que tomamos un taxi. Nos acomodamos como pudimos y empezamos la travesía... es increíble cómo la avenida Aviación va tomando una apariencia distinta a medida que recorremos sus cuadras, es increíble... pero siento que ya no hay nada que me pueda dar miedo.
El hogar Madre Teresa de Calcula es un albergue que fue creado en 1973, con la finalidad de amparar a niños y ancianos con discapacidad física y mental. Hay aproximadamente 40 niños y alrededor de 100 adultos mayores viviendo ahí. Como pudimos ver y averiguar, este lugar es dirigido por hermanas de la caridad, aunque también hay terapeutas y voluntarios trabajando, voluntarios que domingo a domingo van desinteresadamente a dar una mano con labores como las que mis compañeros y yo realizamos. Entrar no es muy difícil, básicamente puedes entregar un vívere e ir en los horarios establecidos a ofrecer tu ayuda.
Entregamos los víveres que los chicos habían comprado, pudimos ver un poco más de cerca el lugar y las condiciones en las que se encontraba. No pude evitar preguntarme cómo es que habían venido a parar ahí algunas de las personas que vi. No pude evitar sentirme estúpida, creyendo que mis problemas son grandes y que muchas en mi vida tienen solución, ahora veo que son tonterías. Pudimos conversar con una de las hermanas misioneras que ahí viven, pedirle un poco de información para la crónica y nos recomendaron subir al segundo piso y hacer un poco de voluntariado, ya que ahí, lo que más falta, son manos. Esta vez tocamos un portón, era como la entrada a un colegio. Esperamos un poco y se abrió la negra puerta de fierro: más puertas de madera, olor a comida recién preparada y niños en los pasadizos, en sus sillas de ruedas, tranquilos. Aquí viene la parte triste, porque no pensé terminar llorando en un rincón, negándome a entrar al cuarto de los niños. Una hermana encargada de la cocina me dejó lavando los platos mientras mis compañeros hacían la otra labor. Hice todo lo mejor que pude, lavé los platos con amor, con respeto. Limpié la cocina y entablé una pequeña conversación con un chico que me ayudaba a secar y guardar.
Terminé de lavar, un poco cansada y con las manos duras, estas estúpidas manos que no están acostumbradas a lavar. Salí a ver a los niños, ya un poco más calmada, encontré a mis compañeros del otro grupo (el salón se dividió en dos grupos y los dos fuimos al mismo lugar, coincidencias de la vida) y me reuní con el mío. Era increíble cómo esos niños sacaban alegría y entusiasmo en cada uno de sus movimientos, te regalaban abrazos, te regalaban sonrisas. Paseé a uno de ellos por el pasadizo, volví y cargué a otro que estaba pidiendo que lo carguen y reí mucho con ellos. Fue algo precioso poder compartir un momento de alegría con esos niños y con los chicos del salón. Fue mágico.
Bajamos al primer piso, esta vez a ayudar en el área destinada para los ancianos. Confieso que aquí me sentí mucho mejor anímicamente. Un señor servía la comida y yo la llevaba en una bandeja a repartirla entre los hombres que esperaban sentados. Un compañero del otro grupo me ayudó y terminamos en un 2x3. Mientras tanto, algunos compañeros conversaban con otro voluntario más asiduo que explicaba ciertos procedimientos y actividades que se realizaban en el albergue. Algunos lavaban los platos, otros ayudaban a los abuelos a comer y yo me senté a charlar un momento con uno de ellos. Nunca supe el nombre de este señor, pero abrazarlo fue como abrazar a un abuelito, a un familiar. Al abuelito que no tengo. Me sentí parte de su vida y culpable en cierto modo de su historia. Luego, hablé con otro que era un gracioso, me hacía reír con todo lo que me decía, lo que me hizo pensar que no todos están tristes, algunos se sienten de cierta forma bendecidos por estar ahí, imagínense.
Terminaron de comer, levantamos los platos y los ancianos se fueron desplazando lentamente hacia sus habitaciones. Uno a uno se perdía detrás de esas puertas de madera, que se cerraban a medida que entraba el último de sus huéspedes. El comedor quedó vacío, empezó la limpieza del mismo y otra vez a hacer todo con amor y respeto, con el corazón. Algunos lavaron los últimos platos; otros, sacaban la última información para esta tarea y yo levantaba las sillas para que una chica barriera. Salimos agradecimos, nos despedimos y otra vez en la parada, en la calle. Nos dio miedo tomar carro, así que tomamos un taxi. Nos acomodamos como pudimos y empezamos la travesía... es increíble cómo la avenida Aviación va tomando una apariencia distinta a medida que recorremos sus cuadras, es increíble... pero siento que ya no hay nada que me pueda dar miedo.