Te levantas tarde, para variar, y después del ya clásico "¡Mierda, las ocho!" saltas de tu cama y te metes a la ducha. Ni siquiera te cae agua y ya te estás jabonando, te estás zampando media botella de shampoo y cuando el agua cae, cae helada. Mandas a la mierda el frío y te enjuagas, te envuelves como un tequeño en tu toalla y corres a cambiarte. Como todo está en tu contra el día de hoy, porque así es la vida de hijadeputa a veces, te pones el calzón al revés, te pones el polo y algo inexplicable en el universo hace que tu cabeza doble su tamaño y no entre por donde debería entrar. Peleas con el polo, metes los brazos y cuando por fin tienes tu cuerpo de tamal dentro de él, te das cuenta de que está al revés, y encima cuando intentas sacártelo, te vuelve a crecer el cráneo, como por arte de magia. El pantalón no te cierra, porque ayer tragaste como cerda antes de irte a dormir y estás más hinchada que un puto globo, y así, un sinfín de cosas que hacen que cambiarte se convierta en un auténtico desafío.
Cuando por fin terminas de ponerte la ropa, vuelves a mirar el reloj. Ocho y treinta. Deberías estar ya en tu metropolitano, deberías estar ya llegando al trabajo pero no. Te peinas como puedes, qué chucha, hasta que ese mechón indomable que cae por tu frente, siempre rebelde, te hace sentir mal. Te deprimes y te rindes al intentar peinarlo de mil formas. Vas a tomar desayuno con la plancha de pelo en la mano, te planchas mientras te sirves el café, se te derrama en el polo, lo puteas y te vas a cambiar. Abres el cajón como puedes -eres una piña de mierda hoy- coges otro polo y te lo pones.
Sales con apuro de tu casa, llegas a a estación del metropolitano y el chofer te cierra la puerta en la cara, justo cuando te disponías a subir en ese vehículo de mierda. Lo miras fijamente, él te mira por el espejo retrovisor, le clavas la mirada y le ves hasta el alma mientras le lanzas maldiciones como "ojalá te choques", "ojalá te quedes sin gasolina a un costadito de la vía expresa y nadie te ayude" y demás. Llega otro metropolitano, te subes. Encuentras asiento pero es rojo y encima, en el paradero siguiente, se sube una abuelita y te tienes que parar. Te vas como puedes y encima ningún chibolo conchasumare es capaz de darte su puto asiento, a pesar que tienes tu lonchera con ocho kilos de comida, tu cartera que te pesa -y te desnivela los hombros- y tu taco de mierda, ninguno de esos desgraciados se para por ti. Te resignas a irte parada desde 28 de Julio en Miraflores hasta Colmena en el Centro de Lima, pero al menos la abuela se ofrece a llevar tu loncherita. Te pones los audífonos, escuchas música, te tranquilizas y por fin uno de esos mocosos se para y puedes sentarte. Despiertas a la abuela y le pides tu lonchera, le agradeces y te sientas.
Llegas a tu destino. Ya es muy tarde para llegar a la oficina, pero a estas alturas de la mañana ya todo te llega y piensas: "si voy a llegar tarde, voy a llegar tarde con estilo" así que caminas lento como si no te importara nada, ya dieron las nueve y quince. Cruzas la plaza San Martín, te detienes a saludar a uno que otro compañero que se te cruza por la calle, entras al edificio. Subes al ascensor, llegas al piso, saludas a todos, entras a la oficina, y, siendo las nueve y veinte, solo hay dos gatos. Dos de los trece gatos que trabajan ahí. Y, naturalmente, vuelves a renegar. Y renegarás todo el día, créeme.
Sales con apuro de tu casa, llegas a a estación del metropolitano y el chofer te cierra la puerta en la cara, justo cuando te disponías a subir en ese vehículo de mierda. Lo miras fijamente, él te mira por el espejo retrovisor, le clavas la mirada y le ves hasta el alma mientras le lanzas maldiciones como "ojalá te choques", "ojalá te quedes sin gasolina a un costadito de la vía expresa y nadie te ayude" y demás. Llega otro metropolitano, te subes. Encuentras asiento pero es rojo y encima, en el paradero siguiente, se sube una abuelita y te tienes que parar. Te vas como puedes y encima ningún chibolo conchasumare es capaz de darte su puto asiento, a pesar que tienes tu lonchera con ocho kilos de comida, tu cartera que te pesa -y te desnivela los hombros- y tu taco de mierda, ninguno de esos desgraciados se para por ti. Te resignas a irte parada desde 28 de Julio en Miraflores hasta Colmena en el Centro de Lima, pero al menos la abuela se ofrece a llevar tu loncherita. Te pones los audífonos, escuchas música, te tranquilizas y por fin uno de esos mocosos se para y puedes sentarte. Despiertas a la abuela y le pides tu lonchera, le agradeces y te sientas.
Llegas a tu destino. Ya es muy tarde para llegar a la oficina, pero a estas alturas de la mañana ya todo te llega y piensas: "si voy a llegar tarde, voy a llegar tarde con estilo" así que caminas lento como si no te importara nada, ya dieron las nueve y quince. Cruzas la plaza San Martín, te detienes a saludar a uno que otro compañero que se te cruza por la calle, entras al edificio. Subes al ascensor, llegas al piso, saludas a todos, entras a la oficina, y, siendo las nueve y veinte, solo hay dos gatos. Dos de los trece gatos que trabajan ahí. Y, naturalmente, vuelves a renegar. Y renegarás todo el día, créeme.