miércoles, 25 de noviembre de 2015

1995

En 1995 tenía cinco años y me quería morir. Y esos deseos tal vez no son normales en alguien de cinco años, pero yo me obsesionaba mirando al vacío desde aquel piso 3 o 4 que, a mi edad y tamaño, parecía un piso 50. Recuerdo que armaba bolitas de papel y las lanzaba, calculaba cuánto demoraban en caer y pensaba que yo demoraría igual, volaría igual y caería igual, intacta. Pero yo quería realmente morir. Ni siquiera llegaba a asomarme bien a ese balcón, solo sabía por alguna noticia de Panorama que la gente podía perder la vida si se lanzaba de algún lugar alto.

Y yo quería eso.

Los motivos los recuerdo a la perfección, pero una parte de mí ya los olvidó. Los días eran muy cálidos y yo era, la mayor parte del día, una niña muy feliz. Sin embargo, tenía pensamientos muy profundos acerca de la razón por la que yo estaba viva exactamente en ese momento. Me preguntaba demasiadas cosas sobre mi entorno (no hay mucho en la vida de una niña de cinco años como para ponerse tan intensa). Pensaba en la niña que me había empujado en el nido, en el niño que me dio un pico. Pensaba en mi papá, en mi mamá y hermana y siempre me preguntaba qué rayos hacía yo ahí, sentada viendo Star Trek. Hasta pensaba en que cinco años de vida se olvidarían de inmediato. Pensaba que no había vivido mucho, por lo que mi muerte no afectaría a nadie.

Veinte años han pasado desde aquellos pensamientos. A veces cuento cosas raras y la gente me dice: "mátate". No me gusta cuando lo hacen, porque me acuerdo que yo quería hacerlo antes de que fuera mainstream y probablemente antes de que muchos de ellos nacieran.