Hoy me topé con una noticia que me alegró el alma. Cerraron el Jr. Ayacucho, en el centro de Lima, donde vendían animales, el que está justo a la vuelta de RENIEC, paralela a Abancay. Para nadie es un secreto el tema del tráfico de animales que reina ahí, o las pésimas condiciones en las que mantienen a animales que de nada tienen la culpa más que de haber caído en manos de esa gente inescrupulosa. Hace un par de horas, al leer esta noticia recordé algo que me gustaría compartir con ustedes.
Yo solía tener periquitos en mi casa, desde que tengo memoria recuerdo a mi padrastro colgando jaulitas, enseñándome que el alpiste es para el periquito y NO PARA MI, y que el agüita hay que cambiarla -de preferencia- dos veces al día y etc. Siempre cuidaba a mis mascotitas y me empeñaba por taparlos de noche, destaparlos de día y recordarle a mi mamá que había que comprarles comida cada vez que ella iba al mercado.
Siempre que mi padrastro cogía la jaula para algo, yo brincaba de alegría porque eso significaba que lo acompañaría al centro, donde adquiríamos nuevas cosas como juguetitos, bloques de arcilla, palitos de alpiste y demás huevaditas que ayudaban al ave a tener el piquito más fuerte, etc. Recuerdo que nos atendía siempre el mismo señor gordo y barbón, que sacaba mi mascota de la cajita, la agarraba fuerte y le echaba un spray debajo de las alas, que servía para matar los pequeños ácaros que suelen tener las aves. Yo correteaba por todo el local, mirando los animales que se exponían como se expone un yogurt en Metro. Supongo que era muy chiquita para entender toda la maldad que ahí se escondía.
Mientras el señor barbón desparasitaba a mi ave, yo hacía mi recorrido por todo el local, donde encontraba perros, gatos, agapornis (Si no sabes qué es un agaporni, haz click aqui), palomas, cocatiles, periquitos, gorriones pecho rojo, canarios normales y canarios cantores, conejos grandes, conejos enanos, hámsters rusos, pequeñitos y grandes, peces: Nemo, Dory, Marlin, tortugas ninjas y tortujas charapas. Había de todo. Yo iba puesto por puesto, y agarraba de lorna al primero que veía, y lo tenía harto preguntándole cómo se llamaba tal o cual animal (por eso sé tantos nombres de tantos animales) y si me portaba bien y mi guía turístico de turno era amable, podía tener un conejito o un hámster pequeñito en mis manos y acariciarlo por unos segundos, hasta que me lo quitaba y volvía a ponerlo en la jaula.
Mis visitas al Jr. Ayacucho eran más o menos frecuentes. A medida que fui creciendo fui yo sola viendo por el bienestar de mis periquitos, entonces era yo quien los atendía, ya no iba con mi padrastro porque yo conocía el lugar a la perfección. Sabía que tenía que salir al Hospital del Empleado, tomar un carro hacia Abancay y bajarme en la antigua biblioteca para caminar un par de cuadras y listo. La tercera vez que caí en ese lugar repugnante yo tenía catorce años y un lorito nuevo, que me había encontrado en la calle a la salida del colegio. Como no sabía dónde más llevarlo, recurrí una vez más al centro de Lima, y busqué a quien recordaba como "el señor que curaba a mis periquitos". Entré con el ave en mis manos y en menos de cinco pasos tenía a un aproximado de siete personas ofreciéndome dinero por él. "Deben estar bromeando" me decía en mi mente mientras me negaba de todas las formas posibles y seguía caminando en busca del gordo ese. Cuando llegué a su puesto, no vi a nadie así que entré. A primera impresión, las aves eran como cualquier ave infeliz pero saludable en jaulas amplias y con el tazón lleno de comida. Hasta que seguí avanzando al ver que no había nadie en la tienda. Entré a una especie de depósito y lo que vieron mis ojos quedará por siempre alimentando mi odio hacia ese hombre: Había una jaula asquerosa, sucia y vieja medio tapada con una frazada que dejaba entrever plumas y deshechos propios de un animalito. Decidí destapar esa jaula para ver qué tipos de loros habían y solo vi piwichos muertos, uno encima de otro.
Salí asustada del lugar, pegué mi lorito al pecho y lloré sentada afuera de RENIEC. Un chico de unos veinticinco años aproximadamente me había seguido. Se sentó a mi lado y me dio una bolsita de semillas de girasol (alimento preferido de los loros... y mío... en esas épocas) y me dijo que él también había visto eso. Nos quedamos conversando un buen rato, me acompañó a tomar mi carro y adiós.