domingo, 10 de marzo de 2013

Historias de guerra y de cómo te conocí


 "Era sábado, un sábado de Setiembre, era el día perfecto para morir y matarlos a todos en la guerra. Recuerdo que yo usaba todas las técnicas posibles por mantenerme fuerte en aquel campo de batalla donde la vida y la muerte eran más o menos la misma cosa. Algunos de mis camaradas habían sido derrotados y, en venganza, también nos llevamos la vida de varios de nuestros adversarios. Estábamos en ventaja, pues éramos más que ellos y teníamos todas las de ganar. Los chalecos rojos debían salir victoriosos de aquel combate.

 Luego de haber hecho hasta lo imposible por mantenerme con vida, junté todas las fuerzas que me quedaban y logré arrastrarme por unos cinco metros sobre el terreno arenoso. Subí sigilosa a una especie de base que me permitía tener una vista más panorámica del enemigo. Mi corazón latía a mil por hora y mi compañero Cornejo estaba tirado pecho a tierra, mirándome desde abajo, dándome coordenadas y pidiendo que dispare aquí o allá. Más allá, la camarada Ana Lucía hacía diversas piruetas para pasar de un lado al otro sin ser observada. Nos valíamos solo de nuestras balas y nuestra sed de gloria y victoria.

 Yo tenía mi objetivo en la mira, por un pequeño agujero hecho a propósito a un lado de la pared de la base. Giré un poco, vacilante, y levanté el arma un poco temblorosa por la adrenalina y el miedo que recorría mi ser y levanté la cabeza para ver bien a quién le daba. Me dispararon directo a la cabeza. Caí rendida al suelo de madera y derrotada me saqué el casco y lancé mi arma. Lloré del dolor y la impotencia y quise darme por vencida, pero el camarada Cornejo me dio palabras de aliento. Aún las recuerdo: "Lalo, no llores... párate, vamos Lalo, dispara... ¡DISPARAAAA!". Me volví a poner el casco aún con lágrimas en los ojos y un pulsante dolor en la cabeza, cogí mi arma y disparé, disparé y disparé. Creo que maté a dos. Mi sed de venganza se volvió incontrolable. Salté de la base y corrí a dispararle a uno de los enemigos combatientes, y lo matamos. Sus gritos de dolor solo nos daban placer y a pesar de ya haberle disparado bastante, no paramos hasta matarlo. El guerrero enemigo fue sacado del campo de batalla, nosotros ya estábamos cada vez más cerca de la victoria. 

 Una vez que acabamos con él, solo quedaba una persona en el campo enemigo. La camarada Josselyn protegía celosamente la bandera azul, esa bandera que, de ser nuestra, nos coronaría como victoriosos en la guerra y la misma que, a su vez, marcaría el tan ansiado regreso a casa. No reconocí a mis compañeros, todos estaban con cascos, solo sé que nos miramos todos y, al grito de "¡¡¡¡YAAAAAAAAAAA!!!!" corrimos y en cuestión de segundos teníamos al rival rodeado y suplicando piedad, aunque esta palabra era la última que recordábamos. La matamos en instantes. La bandera fue nuestra. Habíamos ganado la guerra..." 

...

 Salimos del campo de paintball todos hasta las huevas, demasiado cansados y sudando como cerdos. Pregunté quién carajos me había disparado en la cabeza, pero nadie dijo nada. Seguía con un dolor profundo en el cerebro pero con ganas de seguirla con mis brothers, así que caminamos por Chorrillos en busca de comida y terminamos regresando al centro y metiéndonos a un restaurante turístico llamado "los aires peruanos", donde comimos y nos tomamos una que otra cerveza. Había una orquesta y también nos lanzamos a la pista de baile a hacer el ridículo al ritmo de las cumbias del momento.

 La pasamos muy chévere, pero era hora de irnos y todos estaban cansados (sobretodo los que habían recibido más balas), así que nos fuimos a la empresa donde trabajamos, porque algunos querían entrar al baño y ponerse más o menos decentes, y a la salida todos se fueron despidiendo. Gracias a la vida que se quedó él, y, a pesar de que todavía no lo conocía, yo quería ir a tomar a algún bar del tan agradable centro de lima. Le dije que, ya que éramos los únicos sobrevivientes, vayamos por ahí a tomar algo y él aceptó. Nos subimos al legendario bar Planeta, conversamos, conversamos y conversamos. Al día siguiente estaba en San Borja, visitándolo para seguir conversando, conversando y conversando. Hace pocos meses supe que había sido él quien me había baleado el cerebro. 


No se atrevan a decir que somos de combate