miércoles, 17 de julio de 2013

Lo que uno tiene que escuchar

 El Lunes fui a mi primer ajuste quiropráctico. Había esperado mucho tiempo para hacer esto, digamos que... por falta de tiempo (de hecho me cagaba de miedo). Pero, al fin, el dolor pudo más y me decidí, ya está. No ahondaré en el tema porque no es de eso precisamente de lo que les quería contar; quería contarles lo que me pasó una vez estando ahí.

 Luego de que el doctor me sacara la mierda -literalmente- cuando me hizo el ajuste, pasé a una sala para masajes. Había una cortina grandoota y una camilla chévere donde acomodé mis masas boca abajo y metí la cabeza en el típico agujero de la camilla. A mi costado, tras las cortinas, había otra masajista con su masajeada, no les di bola. Me pusieron unas compresas calientes y me dejaron a mi suerte aproximadamente veinte minutos, quemándome la espalda. Yo estaba con la cabeza clavada en el hueco ese sin poder moverme, mirando al piso, jugando a que no se me caiga la baba -soy bien anormal- y escuchando la amena conversación de la masajeada y su masajista (cuyo nombre supe es Olga). Y fue más o menos así:

-Masajeada (M): "¡Aaaaaahhh! ¡aaaaaaaah! ¡Olga! ¡Qué ricas manos!"
-Olga (O): "Jajaja... sólo hago mi trabajo... relájate"
-M: "Ay Olga debes darles ricos masajes a tu marido"
-O: "Soy soltera, tampoco tengo hijos"
-M: "¡Ay no me digas! ¿Cuántos años tienes? -Sigue... ahí me relaja... qué rico"!
-O: "Tengo 47, nunca me casé ni tuve hijos..."

 Obviamente que yo estaba con los ojos así O_O y esperaba que termine de una vez la tortura infernal de las compresas calientes para poder al menos moverme, o ponerme sostén, porque las de mi costado estaban en otra. Ok, no seamos mal pensados... tal vez Olga tenía unas manos muy suaves y los masajes estaban muy relajantes. Tal vez tengo la mente muy cochina. Tal vez sólo se me estaba sancochando la espalda, la cabeza y por eso el simple hecho de tener que escuchar la voz y los gemidos horribles de la masajeada, me irritaba demasiado. Estaba renegando.

 Después de esos veinte minutos infinitos, volvió mi señorita masajista, muy linda ella, me sacó el infierno que tenía en la espalda y me empezó a dar masajes. Pensé que entendería a la señora de al lado y que terminaría gritando de felicidad, pero no. Mi espalda estaba tan contracturada que me dolió hasta el alma lo que me hicieron, y después de la tortura china que pasé en sus manos, me puso compresas frías. De lo caliente que estaba, me enfrié en dos minutos con todo el hielo que me pusieron en la espalda. Tenía la cabeza enterrada en el hueco de la camilla y sólo veía el piso y las gotas de agua que caían de mi cuello. Seguía escuchando a la masajeada excitada con sus gritos de loca y yo ahí, con la espalda congelándose. Definitivamente no hubo final feliz para mí.