miércoles, 10 de abril de 2013

El tallarín con pollo

 Cuando era chiquita y vivía en Lince, solía quedarme sola en mi casa por horas, leyendo, viendo tele o simplemente jugando. Me gustaba darle de comer a mis periquitos y lanzar piedritas a la ventana de Dessireé, mi amiga. De vez en cuando asomaba mi pequeña cabeza por la ventana para mirar cómo jugaban los otros niños, y recuerdo que deseaba la muerte de todos ellos. Cuántos recuerdos -y cuánta ironía, ahora son mis amigos- Me distraía bastante, recuerdo, pese a haber sido una pequeña tan solitaria.

 Una de esas mañanas enteras que pasé sola en casa, me tocaron el timbre. Emocionada, fui al intercomunicador viejo y me empiné para contestar. Una voz aguardentosa me dijo -qué me dijo, me vociferó- que cambiaba pollitos por botellas. Le pedí al señor que no se vaya, que ya iba y corriendo busqué debajo de las mesas. Encontré tres botellas de pilsen y sin pensarlo dos veces le abrí la puerta a un señor completamente desconocido, que bien pudo haber sido un violador/asesino. Recordé demasiado tarde las recomendaciones de todos y entré en pánico. Me puse en modo "mi pobre angelito" y con lágrimas en los ojos levanté la botella, soñando con rompérsela en la cabeza al primer intento de asesinato. Sin embargo, un señor con cara amigable se presentó ante mí y me preguntó si tenía la botella y le dije que si, y -obviamente- la bajé de la posición de ataque y se la entregué. Él me entregó una cajita y se fue. Cerré la puerta feliz de no haber muerto y al destapar la caja me encontré con una pelotita amarilla, esponjosita y muy chillona. Esa motita adorable era mi pollito. Lo llamé Angelito.

 Con Angelito pasé buenos momentos. Lo tenía en una cajita y le daba de comer maiz pequeñito que mi mami traía no sé de dónde. Todos lo adoraban, hasta mi padrastro que parecía no amar a nadie demostraba cariño por él. Todos se preocupaban por su comida, le acondicionaron una especie de refugio y él vivía tranquilo. Yo era feliz viéndolo crecer, jugando con él a los picotazos, etc. Llegaba del colegio y me iba de frente a verlo. Creció hasta convertirse en un pollo gigante (nunca pude saber si fue gallo o gallina) pero seguía siendo tierno y engreído conmigo. Pensaba que él era mi mejor amigo y que nunca dejaría que le pase algo malo. Pero -Y siempre hay un pero-  nuestra felicidad como pollo-amigos no duraría mucho.

 Un buen día llegué del colegio, dejé mis cosas en su lugar habitual y corrí a ver a mi polluelo amigo. No lo encontré y pensé "debe estar por ahí escondido". Así que entré a casa y saludé a mi mamá. Ella estaba nerviosa y me dijo que me lave las manos para almorzar. Pregunté por Angelito y Charles, el hijo de mi padrastro, se empezó a cagar de risa con todas sus fuerzas, seguido de su hermano Anthony y mi propio padrastro. Todos se reían menos mi mamá. Volví a preguntar por mi pollo y Charles levantó su pierna, la mordió y dijo: "qué rico está el tallarín con pollo".

Siempre te recordaré así de tierno, Angelito